La obra de Díaz-Obregón

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CUENTO MEDIEVAL (Capítulos I, al VI)


El Conde, La Bruja y El Churrón
Cuento de ambiente medieval fictíceo de personajes ubicado en un paraje real hacia finales del siglo XVIII en el Real Valle de Toranzo y en el transcurso del rio Pas alimentado por las aguas que aporta el enigmático y misterioso Churrón del pueblo de Borleña.
Quien tenga el privilegio de disfrutar del caprichoso sendero que conduce entre abigarrado bosque de floras y faunas en connivencia con seres de las más fantásticas mitologías cántabras podrá revivir sensaciones anímicas de difícil comunicación.  

Azucena es una joven bella y enamorada. Es rubia y rizada de cabello que desordenado mueve con dulzura y envuelve su cara de hada con ojos de miel y labios granadinos.

El topacio de sus ojos acaricia a quien los ve, turba al joven, vence al guerrero y ensueña al viejo.

Es una fuerza de la Naturaleza y en los días de sol estío cuando en el río sumerge su cuerpo, al salir, destellos de oro y plata resbalan en caída sinuosa dibujando unas formas que son de atender.

Mas la joven bella, aunque enamorada, ¡oh tragedia…! ¡no es correspondida! Pues . Arnoldo de los Picos Altos mira mas arriba y le atraen mas otros deleites y vocaciones que entre príncipes y cortesanos pudiera encontrar.


Por esto, no hay en todo el valle, ni mas allá y acullá, joven ni príncipe que a su alcanzar llegue, no hay mano que sus cabellos mese, labios que su boca bese, pecho que a sus pechos oprima y así a su corazón anima a dar tanto, tanto, hasta desvanecer.


Pero este relato que no es de hadas, aunque si de caballeros y aunque tengan el título, a rufianes va a cambiar el escenario y lo que era antes luz y rosas, troca ahora por drama y sombras, pues....


¡Azucena está prisionera!.


En una casa castillo con una ventana a levante y un torreón a poniente, donde todos los días se asoma, para ver la luz del alba..... o del atardecer.


La custodia un señor de capa negra y barbado, de puñal al cinto colgado, largo y muy afilado que todas las noches a su prisionera enseña y con el amenaza.


-¿Cuándo, cuando tu alma entera me has de ofrecer?


¡Nunca! –Dijo la deliciosa Azucena para continuar- Nunca mancharás la pureza de mi alma, solamente.... Ar…


-¡Maldición con Arnoldo !!!– Dijo el barbado arremolinando la capa y farfullando:


-¿Pero no te das cuenta de que Arnoldo es tonto y de otra condición?


-Envidias que le difaman, y cuando se entere vendrá a rescatarme. Él es mi suspiro, vos nada de nada.


El Conde barbado, desesperado arrinconó a la bella de rizos saltarines contra el gran cortinaje, y, aunque podía hacer un ultraje, se hizo un vencido.


Arrodillose a sus pies, y abrazó con devoción sus piernas a la altura de sus rodillas, y gimiendo, sendos besos depositó, mas arriba de sus meniscos, mas abajo del cinturón.


A través del vestido velado sintió Azucena el calor de los labios del conde, el temblar de sus manos recias.


Puso ella las suyas sobre la frente del tenaz Conde ardiente, para empujar, sin fuerza a tal insolente.


-Quita, quita...Conde loco, que me pincháis.... un poco.


-¿Dulce pasión de mi locura!, ¿No veis que esta bravura solamente me la produces tú?.


- A mi me gusta....


-¡Pero mierda para ese varado!- Dijo el Conde cabreado mientras se quitaba la capa y sacaba el puñal muy afilado.


-Uyyyy.... no lo hagas Conde loco, ¡guárdate la daga!.


El descapado barbado, dando un paso corto y poniendo un brazo largo, apuntó con el arma blanca a la blanca dama, y así, rendida, obligarla a consentir.


Azucena, la dulce Azucena, lanzó un suspiro entrecortado, un ahogo sostenido, un sollozo modulado, una mirada empañada y unos rizos descolgados que la toca, por tocada, dejó de contener.


-¡Piedad!, ¡piedad señor Marqués!.


-¡Menos coba! Pues ahora, o me adoras y consientes, ¡o te atravieso con el puñal!


Azucena, aterrada, suplicó con la mirada hacia arriba, mientras sus lágrimas hacia abajo, señalaban el sitio de su inevitable desvanecer.


Y cayó desmayada junto al muro y la cortina. Un gran golpe recibió su grácil cabeza que hizo que la toca rodara y descubriera una brecha sangrante que tiñó más aún sus labios suplicantes.


Atónito, ido y perdido, sin entender lo que delante tenía, sin admitir el poder del destino, quiso, ¡pobre Don Iñigo! Convertir el sentimiento en una orden que se desvanecería en el escenario de la realidad.


-¡Azucena!¡Vida mía!, ¡No te mueras por favor! – Gimió el Conde delirante.


Una mirada topacio se desvanece


Unos rizos en el suelo


El corazón ahoga un anhelo


Del ser, la vida y de la vida la ilusión que perece.


Roto, dengue y desmadejado, con los ojos desorbitados cogió el grácil cuerpo de color ya mutado, pues de rosa placentero, quedó en pálido ensangrentado.


La colocó en la cama mullida de sedas blancas. Y era una Reina en lecho de nubes altas.




oooooooooo

Y en verano, invierno y primavera,


el Conde loco desespera


pues no hay razón, ni esperanza siquiera,


que pueda calmar su recuerdo,


de una ilusión quebrada


de un palpitar con esperanza,


de un soñar con quimera.



Acostumbra salir al oscurecer


en un corcel negro azabache


a un bosque de lago adosado


de bruma pesada, y gris pastoso y apestado.


Pues dicen que por allí habita bruja hechicera


que hace que lo menos sea insoportable


que hace y deshace encantamientos


que habla a los muertos a través de los vivos......




Continuará....

CAPITULO II

La Bruja y El Churrón

Entre tres árboles inclinados, bajo una peña y en una gruta, allí vivía una anciana, no tan vieja, pero si ajada, con largas greñas, gorro gris y ojos ciegos.



Nadie sabía su nombre, pero de alguien que una vez la oyó, trascendió que su voz era como el murmullo del riachuelo naciente al son del ruiseñor. Melisma la pusieron de nombre, por su melodiosa voz, en contraste con su deplorable aspecto.


Era tan oscura la morada, tan fría, tan estrecha y desolada que no pudo por menos el Conde que pensar lo cruel del destino de ir allí a parar.


-Pase señor Conde, yo le guiaré - dijo la ciega – y siéntese aquí que yo le conseguiré lo que Dios ha prohibido.... si usted cumple lo pactado.


Notó Don Iñigo mas que vio, unos ropajes que le rozaban mientras era guiado hacia un lugar de la estancia.


-Todavía no creo lo que con sus artes me promete, pero es tal mi mal, tal es mi desconsuelo que no hay noche que en agonizante pesadilla deje de torturar mi alma. Es tal pues mi desesperación que ya nada me aterra, conmueva, ni sentenciarme pueda, más que esta agonía viviente, tan esplín, rasgada y encanallada.


Ya en los dominios de la ocultista el Conde se fue haciendo a la oscuridad que poco tenía que ofrecer. Un camastro al fondo, una mesa y dos cajones, una chimenea humeante, un basar lleno, abarrotado de frascos y vasijas y varios almirezes pero que todavía permitía en sitio estrecho dar cabida a un felino de pelaje negro y cabeza baja que destacaban dos ojos como puñales.


La invidente estaba asentada en un cajón, junto a la mesa y el camastro, y aunque había poca luz, toda la recibían sus ojos grises, monocromos y vidriados. Hizo un gesto al Conde para que ocuparse el otro cajón e inmediatamente el gato fue a reunirse con su ama colocándose detrás sobre la cama. Sus ojos tan penetrantes como inexpresivos atraían la atención del Conde incomodándole. La invidente habló y su voz habitualmente suave y armoniosa se hizo lenta, grave y pastosa.


-El placer llega cuando se consigue lo que nadie es capaz. ¿No lo cree usted así señor Conde?


-Mi placer es no sentir tormento de amor, recuperar el vacío que Azucena ha dejado en mi vida y alma. Que no hay día y noche que el remordimiento me deje en calma. Que cese ya de una vez, esta angustia y dolor.


Pues si vos en osadía y atrevimiento, me ofrecéis lo que ni duques ni reyes pueden otorgar. Ni santos, santas, milagros, ni el mismísimo Celestial y a cumplir no llegáis, bien sabéis que este engañado os dará escarmiento que ni hasta el fin de tus días lleguéis a olvidar.






- Menos bravatas señor Conde perdido


Si con amenazas venís, ¡idos por donde habéis venido!


Si con ruego me rogáis, en vuestro futuro lo habréis conseguido


Meditad y obedeced, y en este lecho reposad


Que yo os abriré camino, y del tormento la libertad.






Dócilmente tumbóse Don Iñigo en el camastro y sintióse como un prisionero en las garras de su peor enemigo. Quiso recordar pero un contacto tibio y suave gratificó su frente y un inmediato placer le obligó a cerrar sus ojos al deslizarse hacia ellos la palma de la enigmática mujer.
La última imagen que percibió fueron los ojos del gato como flotando en medio de la oscuridad. Se oyó la voz, esta vez extraordinariamente melodiosa y pausada, de una dulzura y cariño que le turbó cuestionándose en que lugar se hallaba.


-Usted, señor Conde, tendrá a su Azucena, volverá a enloquecer y aún teniéndola, sufrirá de tanta felicidad, la estrechará entre sus brazos y besará sus deliciosos senos, sus rubios cabellos embriagarán sus ojos con destellos dorados y sus ojos cegarán los suyos diluyendo su entorno. Serás un placentero inútil estúpidamente enamorado.

-Vieja bruja- pensó el Conde al tiempo que tuvo arrestos para increpar balbuceando invadido por el victorioso sopor.


-Extraña sibila, ciega iluminada,


he superado diez batallas,


he acabado más bellacos,


he resuelto mil problemas,


he tratado licenciados,


truhanes y mentecatos


pero vos superáis lo por mí vivido,


pues o sois vil e insolente y del peligro inconsciente,


o poseéis algún secreto, hechizo o elixir


que a mi me aparte de vuestra insolencia redimir.






-Dejaos de amenazas y zarandajas y detened el tiempo, entrad en la noche, dormid, soñad.


Don Iñigo obedeció y sintió dos manos extrañamente inimaginables, como cálidas y suaves nubes que recorrieran su frente y toda su cara embalsamando junto a ella su mente y pensamiento. Un sopor le fue invadiendo y se deslizó a través de una cálida y absoluta noche profunda, sin fondo y sin astros.


Un pensamiento fluyó en la oscuridad y vióse unos meses atrás pasados, tan vividos, tan amados, tan llorados.


Recordó, y en su sopor se atropellaban sus pensamientos como escenas vivientes donde el era a la vez protagonista y espectador. Había unos diversos personajes que flotaban en el silencio oscuro, todos en círculo, cogidos de sus manos en cuyo centro había una figura principal sin identidad.


Extrañamente el Conde no sintió curiosidad ni temor ante dicha figura. Parecíale que en su interior le faltase algo. Su lucidez estaba en cierto grado de somnolencia, no tenía clara noción del tiempo. Solamente le venía un tenue olor sin identificar pero que no le molestaba. Pensó en el tiempo que llevaba allí, podrían ser bastantes minutos, quizás horas pero no percibía sensación alguna y solamente flotaba sin frío ni calor. Abrió los ojos. Una velada luz del exterior le anunció el alba y con el alba su sangre le volvió a la realidad.


-¡Está amaneciendo! ¿Qué ha pasado?


-Ya la conozco – dijo la mujer ciega – pero marchad y no preguntéis, no sé mas. Venid en cinco noches.


-¡Pero como no sabéis mas! ¡hablad! ¡qué es lo que sabéis!


-¡Señor Conde! ¡No seáis impertinente! ¡venid en cinco noches!


Y el señor Conde, frustrado y cabizbajo acató humillado lo que nadie antes habían osado. Se despidió aceptando, sin otra remisión la fecha.



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Fin del capítulo II
Continuará.
Capítulo III







La impertinente escarmentada







 

Algo más de dos leguas de camino, de un invierno recién entrado. La escarcha mañanera tintaba con una veladura blanquecina el paisaje que ya empezaba a clarear entre los últimos árboles del bosque. El riachuelo, recién nacido entre los peñascos, saltaba de roca en roca jocoso y fulgurante hacia la libertad de la pradera. ¡Efímera ilusión! Unas leguas nada más y se lo tragaría el mar.

Tinta, su negro corcel, sorteaba rocas y zarzas del camino descendente hacia el valle que ya se empezaba a divisar.

Al Conde, abstraído, intrigado, y con unos principios prostituidos por la quimera del amor, le sacó de su ensimismamiento un leve eructo llegándole a su nariz un olor entre dulzón y amargo.

-Bruja – pensó - ¿me habrá dado alguna pócima?





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El camino era sendero estrecho y difícilmente salvaban las botas del Conde el rocío mañanero que las hierbas y matorrales habían recogido durante la noche. Faltaban poco mas de trescientos pies para conseguir la pradera y una figura que portaba voluminoso haz de leña en sus espaldas bloqueaba el camino. La imagen, lenta y curvada por el molesto peso, no acusó el casquear del caballo. Tampoco el jinete se inmutó por la despersonalizada imagen, y el dócil bruto, quietas las bridas, siguió adelante arremetiendo contra la torpe masa de leña flotante.

La silueta se desintegró esparciéndose la leña y apareciendo en su lugar una joven campesina de mediana estatura cubierta la espalda por un saco plegado para salvarse de las durezas de las gruesas ramas. Una abundante melena negra y rizada apenas recogida por un pañuelo se esparcía por su faz de semblante iracundo y hostil. Sus ojos mas cargados de gris acero que de azul cielo despedían odio mal contenido mientras que su boca de labios finos y firmes daban juego a una mandíbula de dientes prietos a punto de rechinar.

- ¡De dónde habéis robado ese caballo que no os corresponde, torpe bellaco!, ¿Dónde está vuestra educación, donaire y cortesía? Esperpéntico caballero a nadie engañáis, ¡Vos sois un truhán!

Tardó en reaccionar el Conde para salir de su ensimismamiento introvertido y limbático y bombear con urgencia sangre a todas las partes de su cuerpo y en particular a su cerebro que estaba pidiendo adrenalina en abundancia para dar respuesta a tan insólita circunstancia.



- ¡Por Satanás, no tenéis espejo de princesa

reina, o dama de excelso linaje

que a tan alta cota pueda llegar

o tan siquiera intentar tan desmedido ultraje

pero si a tal osadía se llegara

y aún si no fuera caballero

debo tal calumnia ajusticiar....

¡Con mi espada!, ¡Y de un viaje!



El Conde metió la mano en el regazo

allí, entre la capa y empuñadura

y aunque allí la mano la tenía caliente

era tal su arrebato e ira ardiente

que desenvainó el arma dura.



-¡No!, ¡misericordia, noble señor!, ¡perdonad a esta miserable desgraciada!. Señor, os suplico perdón, ¡estoy enferma señor!, ¡dicen que tengo espíritus malos señor! Un dolor muy grande tengo en el cuerpo y me hace decir injurias malignas. Os imploro perdón, dueño y señor, compadeceos de vuestra sierva.

Hombre y mujer encontraron sus miradas. El hombre con el brazo en alto, empuñando su brillante espada, luciendo su lujosa vestimenta y magnífico corcel conformaban imagen hierática y terrible. La mujer, jovencísima mujer, postrada en el suelo, embarrada y empapada, contrastaba con la limpieza de su blanco rostro cubierto de unos largos cabellos negros, rizados y desordenados, sueltos ya del pañuelo que los cubría.

En las miradas enfrentadas el Conde no quiso ver que la mirada gris, penetrante, de la joven de cabellos azabache estaba preñada de odio y violencia. Se dejó convencer por sus alardes de sumisión, humildad y postración que satisficieron plenamente la vanidad que dominaba al airado noble. La audaz inteligencia supo manipular la mentira para salvaguardar el vital instinto de conservación.



-Por el aire que respiro,

por un linaje y una dama,

porque de mi alcurnia es el perdón,

por benignidad, bondad y benevolencia…

y por mi madre también.

Que no os doy un escarmiento ahora mismo en el camino,

pero tendréis un aviso, que recordareis en vuestro destino.



Y apuntó la espada hacia la cabeza de la avasallada joven.

-¡Perdón mi señor! Exclamó con voz débil y mirada firme.

Con suprema maestría, como a un diestro guerrero corresponde, trazó un movimiento con su espada hacia la cabeza pálida aterrorizada, y sesgó, de un tajo, no la cabeza de la jóven
aterrorizada sino de una gran porción de su espléndida cabellera negra, larga y reluciente convirtiendo a la bella asustada en una grotesca imagen semi-calva extendiendo más aún la acusada palidez de su rostro.

El Conde relajó sus facciones, sin bajarse del caballo cogió casi íntegro con la punta de su espada el largo mechón anegrado, mas rizado, más aún retorcido y apuntando al cielo y cortando el aire, lo esparció en veloz abanico haciendo silbar el aire.

Satisfecho y ufano se dirigió a la postrada.

-Podría – dijo – haber sido vuestra vida.

Acto seguido espoleó la montura y reanudó el camino al tiempo de enfundar la justiciera espada.

-¡Gracias señor!, ¡Dios le guarde señor! – exclamó con voz quebrada echándose las manos a la desgraciada melena mientras con fuerza apretaba los puños. Sus ojos eran mensajes de odio y sangre. Musitó entre dientes - ¡Maldito cerdo asqueroso!, ¡ te juro que me vengaré!.

Ya unos metros avanzados, el Conde, algo risueño se volvió sobre su montura y con potente voz preguntó:

-¿Quiénes sois?

-Mónica señor.









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El serpenteante riachuelo se volvió mas tranquilo y ofrecía un destello plata, liso y continuado a través de la pradera.


Fín del capítulo III
Continuará
Capítulo IV




Cuando llegó al Castillo, Gertrudis le había preparado unas cachorreñas calentitas, plato de especial debilidad de don Iñigo y recomendado por un cegrí Cadí en la Plaza de Almería y huido a estas tierras perseguido de muerte por el abencerraje Yoder Konlam Haniáh. (joder con la manía).

Sentóse en la mesa cansado, más por atribulados pensamientos que por la fatiga del dificultoso camino. Al poco tiempo llegó Saturnino, portador en su mano izquierda de unas gruesas babuchas y colgando de su mismo brazo, lauto batín de filigranas doradas. Como si estuvieran viéndole, justo cuando se hubo cambiado de vestimenta, apareció la ama Estrella con las humeantes cachorreñas y servicio habitual en cumplida y repleta bandeja.

Discreta y ritualmente se despedían cuando don Iñigo reclamó la permanencia de Saturnino, el discreto leal, de humilde inteligencia, y subordinada elegancia. Reparó en su atuendo, un singularísimo caftán color hueso recortando su camisola oscura, era, sin ostentación de una elegancia subordinada. Abrió la conversación aludiendo la personalísima imagen.

-Veo que agradeces el regalo de nuestro amigo Yoder - dijo refiriéndose al caftán.

-Si, Señor, un gran hombre. Lástima que nuestras religiones nos enfrente y nos separe.

-Si, Saturnino, aunque no todos son como él, en general todos los herejes son para el cadalso.

-Se iría reduciendo el número a medida que los conocieseis, y si la vestimenta y la lengua fuesen a la suya común, casi diría que no superaría a los nefarios de nuestra religión que, creo señor que los hay.

-¡Por mi sangre que sí!, empezando por el Marqués, viejo asqueroso protérvido insaciable que daña nuestra santa religión.

-Señor, creo "que en todas partes cuecen habas" y el mal está infiltrado hasta en nosotros mismos y la religión es un pretexto para descargar nuestros humores.

Don Iñigo descargó la cuchara contra la mesa salpicando el inmaculado caftán.

-¡Que te estás pasando Saturnino!

-Perdón Señor, me expliqué mal. Solamente me refería a los perversos.

El Conde volvió a coger la cuchara recuperando el ritmo del delicioso plato a punto de su fin. Más sereno desvió la conversación a su objetivo principal.

-¿Que más nuevo sabéis de Melisma?

-Nada señor, nadie quiere saber nada, es de mal agüero su estampa, dicen que quienes se han enfrentado con ella les ha llegado la desgracia, dos lesionados del pueblo lo aseguran, uno ciego, el otro, cojo. Los dos se accidentaron de la forma más absurda, los dos acababan de disputar con ella.

Seguramente vos tendréis mas que ofrecer y opinar contra las supersticiones populacheras tan faltas de objetividad y sensatez.

-Pero siempre es conveniente contrastar mi experiencia con la ajena, pues es tal mi asombro que a veces dudo si estoy en un mundo real por lo fantástico de mi situación. ¿Qué diriaís si os dijera que he percibido con mi vista a una joven tan idéntica a Azucena como la imagen que de vos tengo ahora delante?

-Señor Conde....

Saturnino suspendió una respuesta asaz complicada invitando, a su interlocutor a continuar.

- Veo en vuestra mirada incredulidad, es natural, yo mismo, si no fuera por la clarividencia de la imagen y la percepción de mis cinco sentidos, siempre despiertos, no me lo creería.

-¿Los cinco sentidos Señor?

- Los cinco, Saturnino.

-Pues perdóneme Señor, pero algún sentido más habrá por ahí que no conozcamos, o quizá a algunos les florezcan algunos que a otros les estén recónditos, y esto es preferible a entrar en terrenos esotéricos y reservados solamente a Dios.

-Pues de una forma o de otra yo la he visto y pienso seguir adelante. Bruja o no, tiene poderes misteriosos que a mi me placen y estoy intrigado hasta dónde puedan llegar. Lo que estoy completamente seguro que no me podrá engañar, lo pagaría con su vida.

Instantáneamente recordó las palabras de melisma " hay fuerzas superiores a la vida y la muerte", sin lugar a dudas, el alcance de esas palabras era imposible medirse.

-Señor, la alquimia y la brujería están muy unidas, y para nosotros ambas desconocidas. Dicen que en Oriente existen poderes sobrenaturales y pócimas maravillosas que te transportan a otro mundo. Brebajes que te anulan la voluntad y te quitan el dolor, que resucitan a los muertos y que cambian el alma de las personas, pero siempre ha pasado que las fantasías son la debilidad humana y se propagan como la peste.

-Por eso cuídeme mucho de no tomar cosa alguna e ir con los sentidos bien despiertos, pues la plena forma es la mejor manera de evitar el engaño, y la que yo vi era Azucena, tan seguro como que os tengo delante.

-Señor, ¿porqué no la obligáis a venir al Castillo?, así, seríamos dos a observarla.

-Fue una de las condiciones que me impuso, junto con otra secreta. También dice que es mayor, y que está enferma, no me lo creo, ni que sea tan vieja como parece, ni que sea tan torpe como presume. Sus movimientos son ágiles y firmes, su figura de espaldas corresponde más a la de una joven, que la representada por su horrible cara ciega. Melisma tiene un misterio, tal vez sea su poder.

-¿Me dejará acompañarle la próxima vez?

-Todavía no, toda prudencia es poca, y no quiero deshacer lo conseguido.

-Estoy intrigado Señor si lo que los dos veamos coincide con lo que los dos decimos, si su imagen es la misma para mí o los demás, si está ella sola, si....

-Yo también lo deseo, pero aún con magias y brujerías, si yo siento en mis brazos la hermosura y fragancia que mi deseo anhela, lo que vean los demás, es solamente para razonar.



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Era el salón de medianas dimensiones, ni muy grande ni muy chico. Ni muy chico para detectar gente indiscreta ni muy grande como para no oír desde estancia contigua lo que se estuviera diciendo en su centro.

Tras la sólida entreabierta puerta del salón, acceso a los servicios, tres narices olfateaban el misterio de las salidas del señor Conde. La primera nariz empezando desde abajo, pues las tres narices se correspondían en su vertical, pertenecía a nuestro mozo Picos, que de vez en cuando ladeaba la cabeza para sentir el beneplácito tacto de los senos de Gertrudis, que la tenía justo encima y soportando ésta a su vez, a la monumental Estrella, la más pesada que empujaba hacia abajo a los dos. Pensaba Estrella, atenta a los dos escenarios, el del Conde y el de los senos de Gertrudis, que posiblemente esta tolerancia de Gertrudis hacia sus senos, desvelase el misterio de porqué, de recadera de Palacio fuese a parar a cocinera de Conde sin condado.

Picos, en la furtividad de los dos voluminosos cuerpos, con sus sayas y delantales, se hechó la mano a la cabeza, más para ver lo que tropezaba en el camino, que para ver si le picaba algo, y en efecto, calculó con el error apropiado al llegar al amplio escote de Gertrudis sintiendo la sedosidad cálida y maternal de sus espléndidas lácteas.

El Conde había acabado el plato e inmediatamente Saturnino sacudió la campanita para reclamar servicios.

-(¡Que fastidio!), -pensó Picos que le pilló con la mano ya templadita. La torre humana se desbarató y rápidamente uno por uno se fueron de puntillas a su sitio.

El ama apareció diligente con una fuente de ternera seguida de Picos con un servicio de vino de Toro, espeso y bravío como su frustrado pensamiento.



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Próximamente …… el Capítulo V

Capítulo  V


Un viento racheado movía las ramas de los árboles desnudos del invierno frío y mañanero. Una silueta menuda, de pañuelo a la cabeza de color oscuro y amplio vestido subía por la ladera del monte hacia el bosque, yermo de vida y color. Su cara, de cera parecía relejar la imagen de un ser de otro mundo por lo hierático de su semblante, sus labios firmes, su mirada gris de grandes pupilas negras, como sus largos cabellos desordenados. Su rumbo no era seguro, se paraba en su andar orientándose hacia algún sitio no determinado por lo dubitativo del comportamiento en su caminar.



La ventisca señoreaba sobre todo ser viviente castigando sin cesar a animales y plantas en constante lucha por la supervivencia. Todo ser vivo se encogía, contrayendo su exigua naturaleza tan falta del vigorizante sol. Una y otra vez sacudía a la menuda figura que en pulso con la inclemencia del viento y lluvia, firme subía por la ladera del monte hacia la garganta del Churrón, destino incierto de la singular figura que con una parda capeta y vestido de tupido cambrún, desafiaba al invierno de pies a cabeza.


Con agilidad se movía la silueta y el agua y la lluvia resbalaba por su joven cara de tez pálida salpicada con una rociada de pecas en el centro de su blanca faz que la confería cierto infantilismo muy ajeno a la realidad de su madurísima personalidad reflejada por el semblante subrayado por la dureza de su mirada, penetrante de ojos grises profundos e impenetrables que junto con su fuerte y dibujada mandíbula y labios finos y firmes advertía a cualquier persona de ser una persona más para contentar que para falacear.


Faltábale de su cabeza mechón de pelo que una semicalva dejaba el cráneo clarear, ¡extraña imagen!, más fiereza la confería, y, entre el jadear de la dura subida y el resbalar el agua de la lluvia que ya era chaparrón por su cara, brillaba ésta entre el fulgor de sus ojos fieros y firmes en un punto de la montaña, su obsesión hacia no sabía dónde, un sitio desconocido solamente indicado por la religiosa de la Orden, de la cual no quiso aceptar compañía y guía por ser su objetivo tan obsesivo como secreto.


El agua penetraba por entre el tupido vestido y la débil capeta era incapaz de aguantar la embestida de la implacable tormenta. Se detuvo la muchacha más que por descansar, para escudriñar y contrastar las indicaciones recibidas con el panorama que a su vista se ofrecía, y dióse cuenta que, junto a tres desnudos y gruesos árboles que a unos cincuenta metros estaban, se descubría una latebrada madriguera que ni siquiera llegaba a choza, pues aprovechaba la protuberancia de dos grandes rocas para completar el precario refugio con chambona construcción aunque sólida.


De temple tan acerado como el mirar de sus ojos, no pudo la exhausta joven evitar un vuelco de su agitado corazón que, por si fuera poco el duro ejercicio, le arrancó en un vertiginoso latir de incontenida emoción.


Fue bajando lentamente el ligero desnivel que la separaba del anhelado objetivo. No sentía ya la furiosa lluvia que, aunque con saña, no tenía ya nada seco que empapar en la voluntariosa doncella.


Paso tras paso los iba cautelosamente bajando con la angustia de la duda e incertidumbre, unos metros faltaban nada mas cuando una urraca graznó alarmada quizá asombrada por lo insólito de la situación. Detuvióse la extenuada figura observando el aletear escandaloso del rapaz córvido y ojos y boca se abrieron en incontenible asombro cuando de la choza su puerta se abrió y, sujetando una cortina que separaba el interior, una silueta quedó iluminada por la pobre luz que el desapacible día podía ofrecer. Llevaba largo vestido coronado por amplio y tupido chal de variados colores. Su cabeza desnuda mostraba larga cabellera empezando a cenicienta de la que se descolgaban algunos rizos, vestigios de ya lejana juventud. Levantó levemente la cabeza hacia arriba, y sus ojos, extraños y ausentes se dirigieron hacia donde la joven estaba.


Y ésta se quedó petrificada, el corazón recibía furiosamente su caudalosa sangre que la golpeaba sin cesar, de repente la respiración se le cortó, sus sienes recibieron el impacto de dos finísimos puñales que penetraron hasta el filo de la inconsciencia privándola de toda percepción y reacción, su mente se nubló y cayó fulminada como un fardo al tiempo que, como un sollozo y de lo más profundo de su alma, pudo decir dos sílabas ahogadas, vacilantes, tenues.


-Mamá....


La ciega se agarró a la cortina apoyándose en el quicio de la puerta y musitó débilmente.


-¿Que?...¿sois vos, Sor Ángela?.


El silencio que siguió inquietó a Melisma. La lluvia sorda era un crispante interrogante. Volvió a preguntar con la seguridad de que había oído caer algo en el suelo mojado.


-¡Sor Ángela!, ¡Sor Ángela!.


El silencio de la lluvia volvió a reinar. Consciente de lo que había oído, y con la temeridad y temple que la caracterizaba, entró en la casa para salir seguidamente cubierta con un grueso manto y provista de un fino y largo palo que la servía de tentadero.


Experta y valiente, conocedora del terreno se dirigió hacia el lugar del sonido haciendo amplios semicírculos con el palo. Un tropel de pensamientos se agolpaban en su paupérrima figura tan desvalida como misteriosa, tan castigada por la vida, tan respetada por la muerte.


El rascar del palo sobre la tierra y barrujo, sobre hierbas y guijo, cambió de sonido al tropezar sobre un objeto grande y blando. Con extremadas y cautas precauciones tanteó suavemente con el palo comprobando al tanteo, de ropaje que venía de un cuerpo yaciente en tierra. Se agachó hacia él recorriendo con sus manos su forma y advirtiendo juventud femenina en sus formas. Fue reconociendo sus cabellos, sus labios, nariz, cejas, ojos.... Éstos parpadearon al sentir pasar los dedos entre el chorrear implacable de la lluvia, volvía en sí. Un gemido de dolor y lágrimas de sus ojos se fundieron con el agua resbalando por su pálida cara. Un sollozo incontenido y prolongado comunicaban a Melisma que salía de lo más profundo de su alma. Un lejano pensamiento fue descarnando el duro corazón de la ciega y éste se fue desgarrando soltando a borbotones todo el pasado sufrido. Sus ojos ciegos pedían desesperados información que no podían recoger y su alma abría de par en par sus puertas ante un presentimiento que se estaba convirtiendo en la esperanza de una milagrosa realidad.


Sus ojos secos recibieron el borbotón mágico humedeciéndoles de lágrimas incontenibles por la fuerza de la emoción al oir por segunda vez, tenue y lentamente entrecortada por el llanto.


-Mamá...


-Pero... ¿quien eres? - dijo pasando su brazo por detrás de la joven incorporándola hacia sí.


-Mamá..., soy Cristina.


Un grito desgarrador y lastimero, de sollozo incontenido se oyó en el dantesco escenario entre la lluvia y el barro, entre hierba y piedras. Un abrazo estertórico y sublime se impuso sobre lo material uniéndose ambos cuerpos en caótico frenesí de amor y ansiedad, de temor y éxtasis, de fulgurante luz, de concepción de la vida y alma y, entre este medio de pasiones, como si el desequilibrio estuviese llegando a cotas alarmantemente ventajosas para el alma, la materia, aciaga demiurga inconmensurable, descargó un terrible haz de potentísimo rayo cegador que en una llamarada descendente derribó centenario roble a escasos metros de la revelación. Un ensordecedor trueno aplaudió la terrorífica manifestación de poder.






Un confortable palacio les pareció a las dos mujeres la humilde choza, agradeciendo el clima benigno procedente de la chimenea encendida. Melisma se apartó de la desfallecida compungida unos segundos suficientes para renovar leña al fuego e ir al viejo armario por ropa para la exhausta joven.


Arrimó el camastro hacia el confortable fuego y fue desnudando, entre caricias y mimos a la bella joven.


Frotaba suavemente secando su terso cuerpo pletórico de juventud y lozanía y la abrazaba, se abrazaban en una demostración palmaria de comprobar que no era un sueño, que estaban materialmente vivas, y que el contacto de sus cuerpos besados saciaba la ansiedad acumulada por tantos años de sufrimiento.


Melisma secaba y besaba todas las partes del desnudo cuerpo y con maternal dulzura, secaba, peinando suavemente su desordenado cabello.


Con extraordinaria maestría fué vistiendo, como si de una muñeca se tratara a la joven revelación. Púsola la primer prenda que cubrió la primera desnudez seguida de una sedosa basquiña que la cubrió desde hombros hasta sus muslos sonrosados, a continuación un amplio blusón de gruesa serafina reconfortó extraordinariamente del contumaz frío adquirido que junto con unos "pololos" y gruesa manta, la dejó en condiciones de esbozar una melodramática sonrisa, mezcla entre drama y felicidad. Sus ojos lloraban, sus brazos abrazaban a una madre de ojos idos y lejanos.


- Mamá, -dijo- eres ciega.


-Cristina, hija, ¿es posible que seas tú?, ¿es posible tanta felicidad?


-Sí mamá, soy yo. Sor Ángela me lo ha contado todo, o casi todo por lo que veo.


-Doce años de tortura y ansiedad al fin se ven recompensados, mi felicidad es infinita.


La madre mesaba los cabellos de la hija deleitándose en su suave tacto y sus manos iban acariciando cabello y cara como un afligido enamorado. Sus dedos nerviosos y ligeros dotados de una sensibilidad sobrenatural, rozaban insistentemente los ojos, labios y pómulos de la hija percibiendo en su tacto el temblor emotivo de la joven incontenida en lágrimas de emoción.


-Eres bella -dijo- ¿estás acosada?.


-No mamá. Los hombres obran por señuelo, y yo voy casi siempre vestida como ellos.


Melisma cogió una mano de Cristina cubriéndola entre las dos suyas al tiempo que entrelazabas sus dedos.


-¿Que pasó de la abuela?


-Está bastante bien, no sabe nada, pero ha venido conmigo.


-¡Providencia divina!, ¡gracias!, ¡gracias! -Se abrazó a su hija. Ésta la dijo:


-Mamá, ¿como puedes vivir aquí?


-Afortunadamente no todo el mundo es malo y me ayudan, de este ojo - y señaló el izquierdo- veo alguna luz y sombras, poco, pero de algo me vale, pero si ya te han contado la historia, sírvete de ejemplo ante la protervia y nefanda inclinación de los hombres y cuídate de su alcurnia, que cuanto mas alta, más baja es su condición. Si me has encontrado es porque solamente Sor Ángela por tu causa y a tí revelaría mi identidad, la gente del pueblo me cree una zahorí que vivió aquí ha unos años y que me acogió, encubrió y enseñó sus artes que son muy insospechadas e interesantes.


La hija, luminosa de felicidad, recibía caricias de la madre postrada a sus pies, devota y sumisa de amor plenamente consumado. Dirigió sus ojos vacíos de contenido y llenos de pasión hacia la hija.


-Mamá - Dijo la niña colocando sus manos en la faz de la enigmática mujer - eres guapísima, nunca te pensé tan bella.


Melisma apretó con sus manos, las manos de la amada joven hacia su cara y las besó ardientemente, luego se abrazaron en un prolongado éxtasis espiritual que duró una indefinida eternidad.


Las llamas de la chimenea evolucionaron en una serpenteante danza reavivadas por alguna energía que marchaba hacia quién sabe dónde.










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No muy lejos de allí otra chimenea evocaba pensamientos en un común denominador anímico, el amor. El amor puro y afectivo, común a todos los seres, violentos o pacíficos, ígnavos o diligentes, audaces o cobardes, de uno u otro sexo, todos quieren su impronta, todos reclaman su sed.


Pedro y Julián, sentados en alargada banqueta frente a la chimenea, aprovechaban la ausencia del Amo y Señor del Castillo para holgar en confortable lugar aprovechando la exquisita conversación que de vez en cuando les deleitaba Saturnino, que les acompañaba en ese momento. Platos, o Julián, como los amigos mejor le quieran llamar dijo como novedad que salía del tedio invernal.


-He visto ya dos veces a una morenita con cara de gata guapa comprar por puente Viejo, que debe de ser de fuera, pregunta mucho y compra poco.


-A ver si es la que busca el amo, ¿tú no la has visto, Picos? - preguntó Saturnino.


-No, yo no. -y se dirigió a su hermano- Y tú, saltamontes, ¿porqué no te enteras?


-Ya pregunté a tu tormento, bobo de faldas, y no sabía nada, pero me dijo que preguntara en las Hijas de la Misericordia que ellas suelen tener viajeras de paso.


-Pudiera ser -dijo Saturnino- pero hay que estar seguros. Tú Julián preocúpate de ello también, haber si sacamos algo en limpio de todo esto, no es probable pero le están pasándo a nuestro amo cosas muy extrañas últimamente. Desde que conoció a la infeliz Azucena, no es el amo de antaño, gime, suspira y delira de tanto mal de amor.


-¿Mal de amor? -repitió Platos interrogante.


Saturnino que esperaba la pregunta, corroboró ampliamente su opinión.


-Si mal de amor, a casi todos nos ha afectado alguna vez, a unos más a otros menos, depende de la sensibilidad de la persona. Hay algunas muy afectivas aunque la atracción que ejerza la mujer es muy importante.


-Satur -dijo Picos en alarde de familiaridad hacia Saturnino- ¿Es posible que la bruja esa pueda resucitar a la pobre Azucena?


Saturnino le miró de pies a cabeza y para dar más énfasis a su opinión retrasó su respuesta que la subrayó con un palmetazo en su frente.


- Si tú,- y le volvió a dar en la frente- tuvieses mal de amor si sería posible, pero para tí solamente. Pues verías en ciertas condiciones lo que tu alma febril quisiera ver. Y a nuestro amo le está ocurriendo eso, necesita ayuda, pero no es fácil porque está muy enloquecido y por si fuera poco La Bruja le está trabajando con mucha habilidad.


-Pero bueno, -dijo Platos tajante- si la ve, ¿es ella?, o no es ella.


-Mirar los dos, pero...-dijo sentenciando- como os vayáis de la lengua os corto nariz y orejas a los dos.


-¡No, no!, -dijeron muy serios los dos, más por la intriga que por la amenaza-.


-Sé de fuentes varias, y en especial cuando estuve ha trece años en Turquía, y mi Señor de entonces encargado de la Biblioteca Principal, me permitía acceso dónde se recibían todos los estudios y experimentos que por entonces eran sensación llegados de las Indias lejanas y así entéreme de haber pócimas, brebajes y elixires tan asombrosos e insólitos que más que de países lejanos, parecían haber llegado del Reino de Luzbel, por lo exotérico de sus influencias, por que te cambian en otra persona diferente, porque te trasladan a otro mundo fantástico, hay quienes decían que viajaban al mundo que ellos querían, otros mofándose decían haber estado en el cielo, otros en la Luna y otros, ¡asombraos!, haber estado con los muertos...¡vivos!.


Platos balbuceó con respetuoso semblante.


-Pero... pero.... ¿vivos?


Picos, más intransigente dijo:


-¿Pero que pasaba entonces?, que tiene que ver todo esto con nuestro amo.


-Pues a eso voy, yo no creo ni en magias ni en milagros pero si creo que tenemos en Melisma una excelente maga del esoterismo más recóndito y tenebroso. Poseedora de un sinfín de ocultos secretos que por lo insospechado de sus efectos son tabúes para el vulgo.


Se decía en el Palacio que un mago abráquido de los arrabales solo con mirar a los ojos convertía al más fornido de los guerreros en un dócil lerdo. No me extrañaría pues que nuestro amo estuviese influenciado por algún arte endemoniado.


-¿Hasta el punto de ver a Azucena viva?, Satur, nuestro amo no es fácil de engañar.-le dijo Picos no muy convencido de lo que había oído.


- Lo sé, lo cierto es que hay más misterios de los que creemos. Sería imprudente hacer conjeturas de antemano. Tenemos que estar más seguros para desenmascarar a Melisma, lo que me gustaría saber es el precio que pagará nuestro amo, en ese aspecto no creo que se le engañe fácilmente.


-Satur, ¿Tú crees que si eso fuese verdad, nuestro Rey no la tendría en la Corte? -dijo Picos.


-No, estas cosas son cuestiones de espíritu, de voluntad, de amor. A su Majestad solamente le interesa la fuerza, que es riqueza y con ella domina materialmente al pueblo, el espíritu le importa un bledo.


Picos volvió a preguntar:


-Satur, si esos líquidos o lo que sean se lo tomara Gertrudis o Adela, ¿Que pasaría?


Unas miradas picarescas se cruzaron entre los tres, Platos saltó con mofa:


-¡Pues que te las llevarías a la cama!,¡so perverso!


Saturnino soltó una carcajada y exclamó:


-Creo que en este caso no es necesario ningún aquelarre.





Próximamente capítulo  VI
Capítulo  VI


Estaba el Conde en el mundo de las libaciones mentales revuelto entre finas sábanas de moderador consuelo, suspendido en el vilipendio que su placentera condición otorga colchón de plumas y sedosos aditamentos todos ellos celosos de su sagrada condición, tal cual es la de transportar al fatigado espíritu al más celestial de los paraísos, cuando en lo más alto de su sueño, más allá del tercer estadio de la subconsciencia, aparecióse, flotando en el umbral de la voluntad, un ángel, purpúreo emanente de rosas irisdiscentes que su túnica transparente no podía contener.


Portaba éste solemne, una lira de oro que tañía con cadenciosa delicadeza y sus notas flotaban en el habitáculo iluminado generosamente por el fúlgido inmaterial.


Quedóse el espíritu alado resplandeciente, flotando a la piecera de su suntuoso lecho y colocóse el delicado áureo instrumento sobre su bello torso, que transformóse de gracia con el dibujo de dos bellísimos pechos.


Don Íñigo con los ojos cerrados, más la mente abierta, sensible a los más exquisitos o desabridos estímulos se revolvió entre sus sábanas agarrándose a su vapuleada y sufrida almohada, previniendo un acontecimiento. Invadióle un desasosiego de tortuoso recuerdo de culpa no redimida.


Del ángel aparecieron, además de los pechos de pétalos de rosa unos largos rizos de cabellos en amalgama de tornasolados dorados.


Abrió su boca sensual:






En la Isla de los espíritus y placeres no hay sitio para mí


en el mundo de espadas y blasones no hay escudo para tí


No esperes malvado castellano tu "don", descubre tu villanía


E ingresa en el Convento de Carmelo, y a pagar tu felonía






-¡No!, ¡no!, ¡por favor!, ¡que yo soy bueno!, ¡que yo soy bueno! - Musitó acongojado don Íñigo.


-¿Bueno tú?, ¡bribón!, mentecato, canalla, mal nacido...


¿Bueno tú?, bausano, necio, manequí....


¡Pero serás felón!, cobarde, abusón... ¡y patán desabrido... !


¡Cínico, perverso, pendenciero, baladí...!


Ante tal torrente de substanciosos improperios y a temor de que de los insultos se pasara a la violencia física, se parapetó con la almohada a manera de escudo asomándo uno de sus asombrados y cerrados ojos para recibir otra sorpresa mayor pues la rosácea aparición de pechos caramelo y cabellos gualda habíase transformado en..... ¡santo cielo!, ¡la chica de la leña!


Y la melodiosa lira de antes se había trocado ahora en una corva espada de centelleante filo que esgrimía con ira.


-Bellaco de los infiernos perpetuos, ¡a morir!


Don Íñigo seguía con los ojos cerrados, más no dejaba de gesticular ante el peligro de tan terrorífica amenaza. Se volvió de espaldas arrodillado sobre la cama colocándose el almohadón sobre la cabeza.


De poco le sirvió porque la justiciera espada enfiló sobre el prominente trasero, virtual retaguardia en ciernes.


-¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!¡No!, ¡en el culo no!, ¡en el culo no!


-¡Sinvergüenza pendón!, ¿te acuerdas de esto? -y se señaló un trasquilón en la melena- ¡pues yo te voy a cortar...!


-¡No!, ¡no!, ¡perdón!, ¡perdón! - y se colocaba el almohadón en las partes mas vulnerables de su retaguardia.


-¡Nooo...!, ¡ahí no....!, ¡ahí no...!, ¡ay!, ¡ay!


Una música color rosa se oyó llegándole a su lengua un sabor arropado dulzón. Como cejaron los pinchazos giró la cabeza a comprobar tan radical cambio. Una nube de etéreo resplandor flotaba en la habitación, y casi de repente se configuró en lo que menos esperaba Don Íñigo, en Azucena. Aparecióse fría, radiante, espectral, severa, bellísima.


Don Íñigo volvió su trasero hacia el poniente de su habitación dándo cara al acontecimiento. Quiso abrir los ojos pero no pudo, pero la veía, quiso ir hacia ella y estaba pegado a la cama, quiso hablar y un borbotón de pensamientos salieron despedidos hacia el sutil fantasma.


-¡Azucena!, ¡por fin te veo!.... ¡Azucena mi amor!, ¡mi pasión!, ¡mi única vida!....


El etéreo espiritual penetraba en el cerebro de don Íñigo y éste recibía la desazón propia de una inconmensurable pesadilla. El sentimiento de culpabilidad se multiplicaba en su cerebro hasta parecerle reventar su conciencia. El fantasma no decía nada, todo lo sentía don Íñigo en su alma, como única salida penitenció:


-¡Pídeme lo que quieras!, ¡castígame como quieras! pero... ¡perdóname!


El fantasma se fué agrandando y acercándose al Conde muy cerca le gritó:


-¡Abre los ojos!.. ¡Abrázame!, ¡bésame!...¡poséeme!


Sin saber don Íñigo si estaba dormido o despierto vió perfectamente la transfiguración de Azucena. Su bellísima imagen lumínica espiritual se fué tornando poco a poco, muy lentamente, en una materia verdosa y desgarrada en jirones fláccidos de putrefacta carne. Ésta se descolgaba dejándose ver, entre gusanos y larvas, los huesos, únicos obedientes de la repulsiva masa escatológica del Reino de Ultratumba.


Los jirones, fríos y pegajosos, se descolgaban del esqueleto adhiriéndose a las barbas de don Íñigo. Una materia babosa, verde y escurridiza se descompuso de sus labios para caer el la angustiada boca del Conde que escupió en asfixia espasmódica retorciéndose sobre su cuerpo en instinto defensivo mientras que huesos, gusanos y carne buscaban el contacto de carne fresca revitalizadora de muerte y esoterismo. Un sonido cavernoso amorfo salió del espectro:


-¡Soy tuya!, ¡soy tuya!


Nauseabundo y petrificado concibió el conde la esencia del Infierno, más allá de la voluntad y arrojo, más allá de la fuerza, y superior a la razón. Ni siquiera la muerte le servía de consuelo en aquellos momentos pues estaba en el Reino de Ultratumba. Un gemido agudo, lastimero y prolongado le salía de su alma, indefensa y descarnada, vulnerable sin materia al acoso de las fuerzas de Ultratumba que se ensañaban contra su espíritu.


Una huesuda mano le tocó el hombro con ligera presión, don Íñigo ya, impotente se entregaba a su sino, la presión sobre su hombro continuó mientras tenía la sensación de flotar en el espacio girando vertiginosamente hacia no sabía dónde. Poco a poco como del infinito, le iban llegando unos sonidos muy débiles en principio que fue reconociendo como palabras y éstas se hicieron insistentes y claras....


-¡Señor...!, ¡Señor...! ¿que le pasa....?, ¡despierte, Señor!


Rígido, frío, y cadavérico, con unas profundísimas ojeras que delataban su psiquis, abrió por fin los ojos don Íñigo, y tardó todavía muchos segundos en perder la imagen de su mente e ir percibiendo lentamente su transformación por la real material que tenía ante sí.


Saturnino le sujetaba con sus manos la cabeza mientras le miraba profundamente a los ojos.


-Señor, tiene la pupila extremadamente dilatada, ¿estaba sufriendo alguna pesadilla?


Don Íñigo trataba de recuperarse, el corazón le latía violentamente, Saturnino insistió:


-Señor, llamaré al galeno, creo que está usted enfermo.


Don Íñigo se abrazó a Saturnino y dijo:


Ni médico ni vicario pueden sentir y menos opinar de lo que yo sienta. Por el momento solamente os necesito a vos porque sois en quien más confío y aún así os será difícil entenderme, porque de lo que me pasa, no existen palabras que puedan llegar al sentimiento.

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Fin del capítulo VI






Próximamente el capítulo VII

Los Encuentros


Era un día magnífico, de los que se estaba deseando, soleado y de moderada temperatura, un día excelentemente primaveral, y si por añadidura ese día es domingo y para remate, coincide con el Santo del pueblo, ya tienen pruebas mas que suficientes los devotos y creyentes del Santo para pregonar su influencia y gracia sobre los habitantes de la región.



Así pues, despertó el valle con una rociada de luz y color que el buen sol proporcionaba, además de un alegre optimismo y vigorizante energía que hizo que prácticamente todo el valle sin obligaciones mayores se concentrara en Puente Viejo, eje espiritual en esas fechas de toda la comarca.


Los primeros en llegar fueron los vendedores, pues el día, aunque festivo, no para eximir del negocio cuando hay cuatro dineros que gastar aprovechando la euforia y contentos del obligado o afortunado. Algo más tarde, pero también temprano, canónigos, monaguillos y capellanes se disponían al suyo, pues muchas almas necesitaban de su homologación como útiles e imprescindibles a los demás y el día incitaba a una generosidad fuera de lo habitual.


Unos y otros, acompañados de una docena de rufianes de aquí y allá de las lindes, junto con lelos, pordioseros y vagabundos se concentraron en la gran Plaza de la Iglesia y sus alrededores, unos querían felicidad, otros pretendían venderla.


Solamente un buen observador, equilibrado, flemático y tranquilo apercibiría entre tanta algarabía y bullicio una imagen fuera de contexto, completamente pétrea y sin emanación anímica de ninguna clase, una imagen vacía, ausente, fría..., esa imagen era la de Don Iñigo.


Le acompañaban todo su séquito, incluido Picos, recién levantado el castigo por la rotura del arnés. Estrella y Gertrudis las primeras, adornadas de limpias y blancas puntillas que el almidón custodiaba contra las veleidosas pretensiones del viento. Seguidamente El Conde, y a diestra su fiel Saturnino que preocupado no dejaba de hablarle y contarle historias y chismes de sus más controvertidos vecinos intentando, con su lascivo criterio atraer la atención de su traumatizada mente.


Detrás y cerrando el grupo, Picos y Platos, éste con el caballo Tinta que encomendado a su custodia, lo sujetaba fuertemente por sus bridas, ambos mellizos repetidos en vestimentas y atuendos y discutiendo sin parar para eludirse de la custodia del caballo durante la soleada mañana, prometedora de encuentros con futuro.


El ir y venir de las gentes, el trasiego de las bestias, algunas gallinas asustadas, más perros de los censados, y algún cerdo o cabrito que otro, que sin ser día ferial sus amos intentaban provocar la lujuria de los insaciables, todos, despedían destellos de gracia y color, es decir, todos menos uno, el grisáceo y desgraciado Don Iñigo.


Pero Saturnino no se rendía, y fiel a su dignidad y condición, hablaba sin cesar a su amo provocándole respuestas que no pasaban de una escueta afirmación o negación, o en su defecto, un mutismo absoluto.


La gran Plaza de la Iglesia se ensanchaba para dar cabida a tanta gente. Picos, por decisión de Saturnino le había tocado como compañero y amigo al fiel Tinta para llevarlo junto a la tapia del cementerio con otros menos dignos animales, expuestos a la emanación de sus necesidades perentorias. Gertrudis y Estrella ávidas de fervor, aún con media hora de adelanto penetraron en la iglesia colocándose los finos y afiligranados velos, orgullo de sus portadoras por su especialísimo origen; regalo de Su Majestad la Reina cuando estuvo Gertrudis en La Corte.


En esta circunstancia quedaron los tres varones cruzándose con una multitud que saludaban en el vacío receptivo de Don Iñigo. Parecíanle a él todos máscaras sonrientes tras la cuál la mofa y sorna prevalecía sobre la cortesía. Caras lejos, caras cerca, algunas de proporciones gigantescas, grotescas, pero sonrientes, gorros emplumados, gritos, risas, rebuznos, expresiones, empujones...¡ya se había perdido el respeto!


-Señor le está saludando el Señor Obispo -dijo Saturnino apretando el brazo de su amo para reforzar el mensaje.


Y el Señor Conde, como si fuera el monaguillo el que saludaba, no cambió de expresión, pero lentamente, cual veleta lenta y fija, giró la cabeza hacia el punto dónde supuestamente correspondía a tan egregio personaje. Un semicírculo, casi media plaza, dos centenares de personas, una infinidad de mensajes, estímulos, colores, una amalgama de percepciones, pero una, sola una llamarada, como un flash, una luz o potente rayo iluminador de la mente de Don Iñigo. Parecía que de repente a los ojos del oscuro noble le hubiera llegado la vida, como un torrente una energía le recorrió por todos los músculos de la cara y cuerpo, el color le apareció y el calor le llegó a Saturnino a través del contacto de su brazo, sorprendido le miró, y sorprendido quedó cuando el Obispo quedó sin respuesta a su saludo. Su amo tenía fija la mirada en determinado sitio de entre la multitud que se movía. Mientras se abría paso hacia el lugar, balbuceaba alterado:


-¡Allí...!, ¡allí...! ¡es ella!, ¡es ella...!


-¿Como señor?, ¿a quien veis?, ¿quien es?


El Conde echó a correr hacia el lugar ante el asombro del Obispo, de Saturnino, y de la concurrida plaza poco acostumbrada a los actores de prosapia y linaje. Saturnino fue tras él abriendo paso entre la gente, a empujones y sin protocolos hasta que su amo se detuvo jadeante, a pesar que su esfuerzo había sido mínimo. Sus ojos marcaron la distancia en dos figuras menudas y enlutadas, con sendos velos, ambas agarradas de sus brazos, Saturnino no las reconoció, esperó acontecimientos.


-¡Sois vos, Mónica!


-¿Y bien Señor....? - contestó una de ellas.


Otra vez las miradas se encontraron, ya no empuñaba Don Íñigo su espada, ya no le alzaba su caballo y en el chocar de sus pupilas, sus desnudas almas ambas quedaron maceradas, el segundo intento fue mas suave, Don Iñigo relajó sus hombros, la interpelada corrióse el velo ligeramente hacia atrás descubriendo su faz severa y joven, una cabellera negra y rizada, unos ojos grises, tez marfil y labios de color.


Quizás el más asombrado del momento, perplejo y ávido de explicaciones fue nuestro joven aturullado Platos que, asomando la cabeza entre sus dos superiores recibió en fugaz atención la mirada de la joven enlutada, Platos quedó hipnotizado relajándosele los músculos de su boca que se le abrió embobadamente. Pasó un tiempo indefinido que pudieron ser milésimas de segundo pero que en el cerebro de Platos quedaría grabado para toda su vida. Oyó a su amo que decía:


-Quiero saber de quien sois vos y dónde estáis.


-Soy de mi madre, Señor, y estoy donde respetan mi persona.


-Vais para insolente otra vez, ¿dónde vivís?


-En el Convento de las Hijas de la Caridad.


-¿Y vuestra madre?


Mónica se tiró del velo descubriéndose por completo la cabeza, el público, curioso se detenía arremolinándose en torno a los enfrentados.


-Mi madre, -dijo- desaparecida.


Hizo una breve pausa para continuar.


-Mi madre desaparecida. Perseguida insaciablemente por un noble ávido de su ultraje, y conculcación, profanada y humillada tuvo que huir del procaz acoso.


-¿Qué alguacil o comendador corrobora eso?¿ha habido juicio?


-¿Juicio de una plebeya contra un Marqués, señor? - la joven se dirigió a la muchedumbre circundante:


-¿Han oído vuesas mercedes chascada semejante?


Un gran murmullo mezclado de risas y jergas se dejó sentir en la concurrencia. La anciana que la acompañaba la agarró fuerte del brazo para moderarla en su lenguaje. El inocente Platos, no pudo evitar su sonrisa que cauterizó Saturnino propinándole un pisotón restregado en la punta de los dedos del pié. El Conde percibió que a la insolente no la podía amedrentar como lo hiciera en el camino del Churrón y el pueblo estaba últimamente algo soliviantado. Intentó salir de la situación:


-Hablaré con la Priora de vuestra conducta, ahora, debo entrar en el Templo.


La joven, haciendo alarde de más temeridad inquirió señalándose el todavía indentificable trasquilón que el conde la hiciera:


-¿Os infunde el Templo señor, más respeto y comprensión a los plebeyos?


Don Iñigo, con cierto color en el rostro alzó la voz:


-¡Más paciencia!- y continuó:


Decid a vuestra Priora que mañana después del Ángelus estaré en el Convento con vos en presencia pues quiero aclarar muchas cosas...¡Julián!...


Llamó a nuestro héroe Platos, pero estaba tan poco acostumbrado a que le llamaran por su nombre que ni se inmutó, quizás porque estaba hechizado por la bella insolente que no la quitaba ojo. Tuvo que ser otra vez Saturnino quien le propinara un empujón que, además de volverle en sí, le hizo caer el gorro al suelo con tan mala o buena fortuna que fue a caer a los pies de Mónica, aturullado Platos se agachó para cogerlo y al levantarse sus ojos recibieron el brutal impacto de la mirada de los ojos de Mónica, el acero de su color le penetró en su dócil candidez de varón domado. Más por rutina que por diligencia contestó:


-Si señor, decidme.


-Os encargareis de llevar el aviso a la Priora.


Zanjando el encuentro dióse media vuelta en dirección al Templo. El público ya se había dispersado, las dos mujeres, abuela y nieta quedaron unos segundos en la Plaza inmóviles, como esculturas de misterioso azabache. Eran en realidad un gran misterio, sobre todo para don Iñigo ya en el Templo.


Platos se revolvía constantemente mirando hacia la joven envelada que trocara de color y flema a su aguerrido amo. Ni Sermón ni Ofertorio inspiraban la suficiente devoción a Platos que no fuese mirar a la temeraria joven. Parecíale sagrada estatua en oración perteneciente al Templo, la imagen cobró realidad cuando el brillo de su mirada a través de su velo los recibiera Platos infundiéndole una emotiva sensación de gratitud y bienestar, duró justo un "amén", lo suficiente para que el Templo se llenara de amor y gozo.


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Fin del capítulo VII